Opinión.

Por: Cristina Plazas

Soy una santafereña de cuna y sangre. Desde el momento que inició mi vida, mi papá me inculcó la pasión por los colores rojo y blanco. Santa Fe me ha dado sin duda algunos de los momentos más felices de mi vida en familia. Pero el pasado martes, con profunda tristeza, vi cómo ese amor por el rojo se destiñó por momentos y se vio apuñalado por los sucesos que pasaron en el Campin, en el partido Santa Fe- Nacional.

Fue una horrible noche. Las autoridades fallaron. La alcaldesa, quien estaba en el estadio, fue débil, esquiva y oportunista. Nunca tomó el mando. Al terminar el partido se va para su casa y envía un video dando instrucciones de cómo actuar a través de las redes sociales. La vimos repartiendo culpas, como es su costumbre, desconociendo que la instancia de coordinación para el fútbol la lidera su secretaría de Gobierno, en la que está el IDRD, la secretaría de Seguridad, la Policía y los equipos; y que el IDRD hace parte de la coordinación de la logística.

Hubo fallas en los protocolos de seguridad, pues las dos hinchadas estaban muy juntas; y armadas con palos, machetes y cuchillos. En la tribuna familiar, donde generalmente asisten niños, mujeres y personas mayores, no había policías ni un esquema de seguridad para un partido de alto riesgo. ¿Acaso los niños no son los primeros que tenemos que cuidar?

El partido siguió como si nada hubiese pasado. Ni los equipos tuvieron la responsabilidad de decir: ¡Basta! Así no jugamos. Eran más importante los compromisos comerciales que la vida.

Si los niños y las familias no pueden ir a futbol, ¿valdrá la pena prestar los estadios? ¿Le dejaremos estos espacios a unos cuantos desadaptados violentos? ¿Será el momento de tomar decisiones drásticas y prohibir el ingreso de las barras bravas hasta que muestren un comportamiento civilizado?

Pero este no es un hecho aislado. El fin de semana pasado vimos cómo las barras de Millonarios se atacaron y agredieron entre sí en Manizales. Días atrás, la barra de América se enfrentaba a la barra de un equipo de Honduras que ni siquiera era el rival.

Los disturbios que se vivieron esa noche son el reflejo de una sociedad enferma, llena de odio, intolerante y violenta. Lamentablemente, los hechos trágicos que ha vivido el país han hecho que se normalice la violencia de tal manera, que cada vez que ocurren casos tan lamentables como este, continuamos como si nada pasara. Muchos hemos pensado que la violencia es parte de la naturaleza del colombiano, pero la realidad es que hace parte de una construcción social. Colombia requiere un cambio cultural profundo, iniciando desde la primera infancia, para que la violencia deje de ser una forma culturalmente aceptada para solucionar los conflictos. Solo así se podrá desarrollar una sociedad en donde, por ejemplo, la ida al estadio no se convierta en una ruleta rusa.

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John Didier Rodriguez Marin

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