Enrique Gómez Martínez, Candidato Presidencial por Salvación Nacional

“Álvaro Gómez fue asesinado pero sus ideas no. El legado de Álvaro Gómez renace con su partido”

El Consejo Nacional Electoral en su última Resolución del 1 de diciembre de 2021 le reconoce la personería jurídica al partido político “Salvación Nacional”, el cual fue fundado por el doctor Álvaro Gómez Hurtado en 1990, quien aspiró como candidato a la presidencia de la República avalado por este movimiento que en dichas elecciones obtuvo la segunda mayor votación del país y que participó en la elección para integrar a los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente elegidos en diciembre de 1990 con 11 curules.

Cabe destacar que “Salvación Nacional” perdió la personería jurídica en el 2006 a pesar de haber obtenido representación en la Cámara de Representantes en las elecciones del 12 de marzo de 2006. A su vez, la razón por la cual se le negó este reconocimiento jurídico fue por el asesinato impune del excandidato y fundador Álvaro Gómez Hurtado, silenciado por el régimen y el narcotráfico.

Quien tomará las banderas del líder conservador y continuará con su legado asumiendo la dirección del partido, será su sobrino, el doctor Enrique Gómez Martínez.

´Salvación Nacional´ es un proyecto político alternativo y anunciará en los próximos días cómo presentará sus listas de candidatos al Senado y Cámara para el 2022, al igual que la candidatura presidencial.

EL ACUERDO SOBRE LO FUNDAMENTAL

La política es la forma como se cuida de la patria. Se hace política para conseguir el bien común. Esa debe ser la meta. La única. Todo debe conducir a ese propósito. Y si el bien común se consigue, ahí está, también, toda la gloria.


La política es, por definición, una ocupación de todos. Yo siempre pensé que era una obligación. Por eso me comprometí con ella desde niño. Los tiempos han evolucionado tanto, que ahora la política es el objeto de una profesión. Y esa es la forma más degradada de concebirla.


Cuando el filósofo griego definió al hombre como un animal político, quiso decir rotundamente que la política es un elemento inherente a nuestra propia naturaleza. Que si se deja de ser político se deja de ser hombre. Porque es en la vida en sociedad, en la polis, donde el hombre cumple con su destino.


Ahora y para las próximas empresas, estamos buscando a todos los hombres, a todos los animales políticos que deben seguir con el mandato de su naturaleza, de interesarse por el bien común.


La profesión electoral y los partidos han terminado por destruir esta universalidad de la participación política. Se ha aceptado que el deber de influir sobre la organización de la sociedad se puede delegar y se llega a creer que no puede haber otra participación en el manejo de los asuntos públicos, distinto del que se hace a través de los intermediarios, sean estos directorios o agitadores o activistas electorales. Se puede hacer política independiente. Es, seguramente la mejor. Porque brinda la oportunidad para que todos participen en los grandes consensos. Es la que estamos proponiendo ahora.


No reconocemos prejuicios partidistas que en momentos de tanto peligro como el actual, nos impidan entendernos con todos los colombianos. Nuestro formidable aparato de convicciones ideológicas nos permite adentrarnos en los campos más abiertos, sin temor a perder el rumbo.


Queremos reestablecer los conceptos básicos de la política, según los cuales los acuerdos de opinión valen más que las leyes formales. Eso es lo que se ha perdido en Colombia. Aquí no hay nada que sea bueno o malo, sino cuando lo dice la ley. La moral no es el juicio sobre lo bueno o malo sino lo que hayan dicho unos legisladores. No se tiene el suficiente coraje para señalar lo bueno o lo malo, sino que se esperan definiciones colectivas en las que se diluye la responsabilidad.


Estamos poniendo en marcha un movimiento de opinión en que, en cada momento, la decisión sobre la moral sea una toma de conciencia. Por ahí se debe llegar a la recuperación del valor civil.


Debemos contar con los partidos. Pero no podemos esperar, en las circunstancias actuales, que de ellos salga ninguna iniciativa para recuperar el sentido de la política. Ellos están comprometidos en sus disputas por la supremacía interna y han abandonado el campo de las grandes formulaciones programáticas. Sabemos que liberales y conservadores tienen mayores preocupaciones y anhelos de los que caben en nuestra tenue confrontación bipartidista.


Pensar más en grande no debe ser ni anticonservador ni antiliberal. Lo que interesa es que haya autoridad y buen gobierno. Quien dirija el Estado debe tener el compromiso de poner en marcha el grande acuerdo sobre lo fundamental, y no debería importarnos si es conservador o liberal. Esa es la apertura que yo me propongo sustentar ante la opinión, aceptando gozosamente todos los riesgos.


El punto de partida es el reconocimiento de que se nos han destruido casi todos los temas en que pudiéramos cimentar la solidaridad de los colombianos. Eso es lo que, por desgracia, nos está singularizando ante el mundo. Que no somos solidarios con ninguno de los valores que pudieran restablecer la convivencia.


Si digo esto es para tomarlo en serio. Porque el país se nos acaba y eso no puede suceder en nuestra generación. Y tomarlo en serio consiste en proponer aquellos grandes temas en donde podemos presumir que conseguiremos un consenso civilizador y que no sólo restablecieran la concordia sino que hicieran posible el buen gobierno.


Es que tenemos que volver a gobernar bien a Colombia. El futuro de la economía mundial se está alejando de nuestro continente y para sobrevivir con dignidad, necesitaremos hacer un inmenso esfuerzo de desarrollo con el fin de alcanzar, mediante el crecimiento económico, una participación en la tecnología moderna. Esto lo entienden los colombianos, aunque los partidos no se hayan aproximado a tema tan actual.

ACUERDO SOBRE LA LEY

No tenemos razones para ser violentos. No son los pobres los que han perturbado la paz. Si el objetivo primordial de la política es la paz, es la propia política la que ha fracasado. Quienes hemos trajinado en ese campo no podemos esquivar la responsabilidad.


Preguntamos: ¿por qué será que los partidos han fracasado en ese empeño? Hay una respuesta elemental pero de inmensa trascendencia: porque han confundido el significado de la ley.


La ley, que en la democracia es el resultado del consenso, es el elemento inventado por el hombre para conseguir la convivencia. Si la ley es justa debe ser acatada y todos los conflictos se resolverán a través de ella.
El verdadero significado social de la ley radica en su intangibilidad. Es ese el punto de referencia para la conducta humana. La ley debería recuperar su condición sacrosanta. Cada vez que se acate, ello significa un afianzamiento institucional. La ley injusta no debe prevalecer. Hay que derogarla para que, por contagio, no malogre el sistema jurídico de la nación.


El grave mal que ha impedido que la política consiga la paz es la transacción sobre la ley. La interpretamos y la practicamos con lenidad, haciendo méritos individuales a costa del patrimonio social. Hay un mercantilismo legal. Los gobiernos y los partidos pretenden conseguir posiciones de avanzada transando sobre la vigencia de las disposiciones jurídicas. Entregan lo ajeno a cambio de merecer elogios.


Si hubiera habido un concepto claro sobre la vigencia de la ley, quizá la apertura hacia la izquierda promovida por la administración anterior hubiera llegado a un resultado, bueno o malo. Pero como hubo una entrega parcial de la legitimidad a los alzados en armas, todo condujo al estropicio del Palacio de Justicia.


Si en este gobierno hubiese habido una idea clara de la integridad de la ley, se hubieran podido manejar los acuerdos para la paz en forma menos deletérea. Estamos seguros de que con voluntad política y afianzándose en el orden jurídico se habría podido llegar más rápido a soluciones más congruentes y no tan afrentosas como las que todavía están en curso.
En el futuro, y para evitar que se aduzcan contra la legitimidad los antecedentes que se han dejado crear, será preciso levantar el escudo de la ley, de la ley buena, de la ley que no trepida, de la ley que representa la voz del pueblo.


Ello deberá ser el cartabón de la concordia. El sitio de reencuentro de los colombianos. Será el primer gran acuerdo sobre lo fundamental. Y como este se convertiría en un patrimonio común, no se encuentran razones para que ello no sea gozosamente aceptado por liberales y conservadores y por comunistas. Y por pobres y también por los ricos, y por los progresistas y por todos los que quieran encontrar una base inmóvil para afianzar en ella la palanca del futuro.


Mientras hubo una opción revolucionaria universal, las fuerzas subversivas orientaban su actividad a conseguir que la ley fuera infringida, transada, desconocida para que, en lugar de producir solidaridades, sus interpretaciones equívocas suscitaran la discordia. Y caímos en ello, a veces con el mejor ánimo de transigencia. Ahora, después del estrepitoso derrumbe del comunismo, esa presión no existe. La táctica revolucionaria no tiene porvenir y es el momento de que volvamos a considerar la ley como base del acuerdo sobre lo fundamental.


La consecuencia próxima es que no vuelva a producirse una dicotomía en la legitimidad, como hasta ahora la está habiendo. La política no puede aceptar que la autoridad que ella establece a través de formas legítimas de representación pueda entregar a los subversivos una capacidad, reconocida como legítima, para el uso de las armas. Si la ley recupera su vigencia universal, no volvemos a tener guerrillas en Colombia. El nuestro será “un país sin guerrillas”.


Parece una contradicción que busquemos la intangibilidad de la ley a través de un acuerdo político que parecería más débil que la ley misma. Pero esa es, precisamente, la razón de que busquemos el acuerdo sobre lo fundamental. Porque hay momentos de disolución social en que las instituciones han sido tan maltratadas, que no conservan sino un valor formal. Es como si se les hubiera ido el alma. El consenso público debe revivirlas.

ACUERDO SOBRE LA MORAL

Consideraciones similares pueden expresarse sobre lo que debería ser el segundo punto del acuerdo sobre lo fundamental. Partimos del supuesto de que la moral no está sometida a un proceso de inevitable decadencia. La moral se puede recuperar. De hecho y tras estrepitosos períodos de corrupción, la virtud vuelve a imperar sobre las sociedades.
Estamos en el momento para intentarlo. El nivel ético del país ha descendido tanto que se convierte en un motivo diario de pesadumbre. Se necesita temple para no llorar.


Y hemos llegado a ese punto por no ejercer la sublime capacidad del hombre de juzgar lo bueno y lo malo. Farisaicamente hemos creado una barrera de prohibiciones legales, abundantísima, con la que pretendemos preservar la moral, a sabiendas de que estamos renunciando a un deber social. Cuando viene la infracción se critica la ley por no haber sido suficiente barrera contra el delito, o al policía por no haberlo impedido. Pero la coacción pública que se requiere para que la moral subsista no aparece. Los periodistas estamos vacilando sobre si es mejor callar cuando se encuentra un delito o denunciarlo. Porque callar es complicidad; pero cuando se denuncia y nada ocurre, se consagra ostentosamente la impunidad.


Las gentes de bien deben exigir el restablecimiento del nivel moral del país. Ello no puede provenir del Congreso, que no está dispuesto a una autocrítica; tampoco saldrá de los partidos. No hay quien se arriesgue a perder los votos y el apoyo de la complicidad delincuencial. Puede surgir, ciertamente, de la prensa, si no se encuentra solitaria, si la opinión ha aceptado previamente que la recuperación de la ética es un propósito nacional.


Si un grupo significativo de personas que representan intereses laborales y gremiales adoptara ese propósito como una base de la restauración de la política, quizás ello bastaría para crear un nuevo criterio nacional. Y entonces las leyes punitivas tendrían que cumplir con su objetivo.


Lo que se propone es crear el poder moral que con tanto efecto y optimismo sugirió el Libertador. En nuestro caso sería una cúpula transitoria, de un alto valor pontifical, que tuviese participación de periodistas o representación de los medios de comunicación. Debería escoger como tema inicial la purificación de los sistemas de contrato y de compra de la administración pública. Y fijar la disciplina hacia delante para no caer en retaliaciones ni venganzas. Hoy, esto tiene un hombre más prosaico pero que induce a creer en la eficacia que se puede conseguir. Se trata de lo que los nórdicos llaman el ombudsman.


Sería este el paso decisivo contra el favoritismo y el tráfico de influencias. Y abarataría la política. Y los partidos tendrían que purificarse. Y se recobraría la autoridad moral de los dirigentes.


Quisiera poner todas mis esperanzas en este punto del acuerdo sobre lo fundamental, porque tengo fe en nuestra raza y porque acaso no hay otro camino para la restauración. Debemos contar, aquí también, con el apoyo de los que se hallan inscritos en los partidos, de los que no lo están, de los sacerdotes y los educadores e inclusive de los escépticos.

ACUERDO SOBRE LA JUSTICIA

Preservada la integridad de la ley y respaldada por un amplio consenso moral, vendría, ahora sí, la recuperación de la justicia. Desde hace años he predicado que la sociedad necesita este servicio público antes que todos los demás. Encontré siempre la creencia, no explícita, de que la sociedad podía acomodarse dentro de un clima general de impunidad.


De ahí que se tolerara la decadencia del sistema judicial, se abandonaran los jueces a su propia suerte, se aceptara el leguleyismo como una expresión inevitable de la administración de justicia y se les otorgara a los funcionarios de ella el dudoso privilegio de no fallar.


No es sólo con más leyes como se puede recuperar la justicia. Hay que cambiar muchos procedimientos y hemos clamado en vano para que se utilizaran en ello las ilimitadas facultades que se otorgaron al Gobierno.


Para recuperar la justicia hay que vencer situaciones creadas que se defienden con tenacidad. Hay costumbres perniciosas establecidas de tiempo inmemorial. Se requiere dinero que debe tomarse valerosamente de otros gastos del Estado. Y, además, poner a prueba el temple de nuestros jueces para que vuelvan a representar la majestad del Estado y no sigan empujados hacia la situación degradante de ser un simple gremio.


En este punto del acuerdo sobre lo fundamental se puede llegar a una imaginativa enumeración de reformas que entrañarían una moderna simplificación de los métodos. Al recuperar el tiempo perdido saldríamos de un anacronismo que ha sido causa de que la seguridad se destruya.

Sólo la fuerza moral de quienes promovieran este Movimiento Nacional podría destruir el conformismo. Pero se abriría un amplio camino para la estabilidad de la paz. Debo confesar que este tema de la restauración de la justicia es esencialmente controversial.
Sólo el gran acuerdo podría darle dinámica.

ACUERDO SOBRE EL MODELO ECONÓMICO

Los partidos han abandonado el territorio de la economía. No se han dado cuenta de que es ahí donde está el futuro de la acción política, porque es donde se puede conseguir la redención social. Los partidos se han dedicado al aprovechamiento de los gajes del poder, que estiman bastantes para satisfacer apremios inmediatos, pero no se dan cuenta de que lo que tenemos y estamos produciendo no nos está alcanzando.


Colombia, como el resto de la América Latina, se está alejando de los grandes modelos de desarrollo y la tecnología se nos hace todos los días más esquiva. Como vamos, estamos frustrando el porvenir.


El conformismo que se está inculcando en la opinión y también en las clases dirigentes, tiene un inmenso costo de oportunidad. Hay que hacer un esfuerzo grande para no salirnos de nuestro tiempo. Yo me atrevo a decir que hoy no tenemos con qué comprar la boleta para reingresar al mundo.
Los grandes bloques nos han dejado por fuera. Los capitales están siendo solicitados con mejores halagos en otras latitudes. Y si no nos erguimos como un país dispuesto a correr riesgos y conquistar oportunidades internacionales, nos condenaremos a tener frente a nosotros una edad oscura, un siglo de miseria y de africanización.


El modelo económico que todavía orienta nuestra economía, es obsoleto. Está agotado. Le tributamos un homenaje póstumo por lo que nos sirvió. Pero ahora no puede seguir encadenando el desarrollo.


También el cambio de modelo tiene que destruir situaciones creadas. Y provocará resistencias. Y no se podría hacer con decretos intempestivos que provocarían justificadas resistencias. Tendría que ser una operación de amplio estilo, planificada, con inventarios ciertos y estadísticas públicas y veraces que permitieran señalar objetivos grandes pero indiscutibles. Y debería conseguirse el asentimiento de las fuerzas laborales, en primer término, para que entendieran la posibilidad de progreso social que existe en esta indispensable aventura de crecimiento.


Esto no es sorprendiendo a los productores con medidas inconexas. No se puede reducir semejante empresa a una discusión casi infantil sobre si debe haber apertura total o si no debe haber apertura de ninguna manera.
Claro que salirse del conformismo entraña sacrificios que serían llevaderos si el país entiende que va hacia una meta, que está fabricando futuro y que ha salido del actual proceso de empobrecimiento. Y esto no lo podría hacer un gobernante, por grande que fuera su voluntad política, si no puede apoyarse en un programa planificado que haya tenido un consenso. Por esto creo que este es uno de los puntos más significativos del acuerdo sobre lo fundamental.

ACUERDO SOBRE LA ECOLOGÍA

Hoy el premio por sobrevivir no nos deja destinar energías a la preservación del medio ambiente, al mantenimiento de nuestras fuentes de agua, al resguardo de nuestros bosques y a la conservación de los suelos. Estamos girando sobre el futuro sin que nadie se atreva a proponer un gasto que beneficie a las generaciones venideras. Se considera una desviación de recursos injustificables que la opinión pública no entendería.


Pero ya los efectos devastadores de nuestra ocupación territorial se están sintiendo y deberíamos propiciar inversiones internas y externas que no sólo nos mantengan el ámbito vital, sino que por proyectarse hacia el futuro, pueden justificarse económicamente.


Los partidos no están pensando en eso. El clientelismo ha absorbido todas sus energías. Como no tienen equipos humanos ni estructuras estables, no les podemos pedir que abarquen los problemas que están más allá de sus horizontes electorales.

Pero el movimiento nacional que estamos proponiendo debería contar con el apoyo técnico y económico de las personas que, superando los encuadramientos políticos, quisieran hacer una contribución de altísimo sentido patriótico. El acuerdo sobre lo fundamental debería tener el arrojo de presentar ante el electorado, como tema de hoy, la revitalización de nuestros recursos naturales.

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John Didier Rodriguez Marin

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